domingo, 13 de septiembre de 2009

Una historia de amor



Las vueltas de la vida y los caminos recorridos los unieron. A pesar de haber nacido uno en cada punta, un mágico imán los atrajo hasta el epicentro romántico del misterio del amor, las pasiones y las tragedias.
Sí, dicen que los grandes amores (esos que perduran en el tiempo y dejan una huella intachable) duran poco. Esta historia no es de las más alegres, no termina con un “Y vivieron felices por siempre”, pero es una gran historia de amor que hasta el día de hoy escucho y se me eriza la piel.
Es la historia de Victoriana y Esteban, más que dos nombres propios, hoy dos ángeles que ayer fueron amor, libertad y alegría.
Ella nació en el Chaco, en un pueblito llamado Roque Saenz Peña. Proveniente de una familia de italianos, hacía valer su herencia sanguínea con esa pasión tan característica. Morocha, petiza, pícara. ..así era Victoriana. Nunca se dejaba pasar por arriba, siempre tenía una contestación para todo y (debido al ambiente en el que frecuentaba) nunca dejaba que la tomen por mujercita tonta.
Varios kilómetros más al Sur, allí por Luján, el joven Esteban recorría conservatorios y bolichitos tangueros con su bandoneón al hombro. Su familia pretendía que él fuese un hombre de estudios, un profesional. La idea de tener un músico en la familia no fue bien recibida.
Un buen día el joven Esteban se cansó de escuchar tantos regaños en vano (ya que nunca tomaría esos consejos relacionados con dejar la actividad musical), y decidió abandonar su casa para perseguir un sueño: vivir de la música, transmitir sentimientos, conocer nueva gente. Así comenzó una gira abalada por Don nadie, cuestión que poco le interesó a este muchachito entusiasta que sólo pensaba en disfrutar de sus ilusiones e ideales. Pasaría por pequeños burdeles del país, por bares arrabaleros y por donde lo quisieran recibir.
Volvemos kilómetros al Norte. Victoriana corrió la suerte de ser la única mujer entre 5 hermanos, razón que explicó muchas de sus actitudes y el haber aprendido a defenderse. Rodeada de los muchachitos, la petiza pasaba los días entre melodías tangueras, pleitos e historias. Pero había algo en lo que nadie le ganaba: la morocha bailaba como ninguna.
Se comenta por ahí que todos querían bailar con ella, y que cuando se movía al compás del 2x4 la petiza parecía gigante. El problema siempre fueron sus hermanos: cada vez que alguien la sacaba a bailar, los siempre muy compadritos se encabronaban y buscaban pelea. Ellos eran los más malos de aquel barcito arrabalero, no dudaban un segundo en desenfundar el cuchillo y retar a duelo a cualquiera que no los respetase.

No sé si creo en el destino, pero…

Esteban siguió adelante con sus ideas, recorrió varios puntos del país con su música, nunca reconocido por multitudes pero feliz de seguir su instinto y ese espíritu aventurero del que no cualquiera podía hacer propaganda.
En uno de esos viajes llegó a Roque Saenz Peña. Y si lo que esperaban era que acá diga que ellos se vieron por primera vez…sí, es verdad, estaba por contarles este momento.
Ella, como siempre, bailoteando. Todo eso que le faltaba de estatura le sobraba en actitud, ¡qué mujer increíble!, parecía que la llevaba el viento entre tanta naturalidad en cada paso. No se perdía un solo baile, siempre estaba dispuesta, a pesar de las discusiones con sus hermanos.
Una noche entró él. Esteban: hombre alto, elegante, con esos peinados a la gomina y típicos trajes de tanguero intachable. Entró con un aire sobrador, con un espíritu intimidante y una seguridad sobre sí mismo que achicaba hasta al más compadrito de la cuadra, incluso a los hermanos de la morocha que bailaba sin parar.
Él se puso cómodo y comenzó a tocar. Ella lo miraba como queriendo descubrir algún misterio en ese hombre que más que tocar hacía hablar al bandoneón que entre melodías tristes y melancólicas la invitaba a dar algunos pasos. Esteban también la observaba desde lejos, esperaba el momento de poder acercarse.
Un tiempo después se hablaron, luego bailaron. Así fue: se enamoraron bailando, cayeron en un agujero negro en el que sólo estaban ellos dos. El momento crucial de esta historia, ese en el que ambos corazones se hicieron uno había llegado para quedarse.
Al poco tiempo los sueños de Esteban cambiaron. El alto y la petiza se casaron, tuvieron 6 hijos y vivieron realmente felices. Bastaba con mirarles las caras para saber el amor que se tenían. Él dejó las giras pero no la música, para ese entonces trabajaba como profesor de música en la municipalidad de la zona.
Veían crecer a los niños, continuaba esa pasión por la música a la que (una vez conquistados) se sumaron los hermanos de Victorina, guitarristas amateurs, de esos que aprenden de la vida. Con defectos y virtudes, ellos eran una familia unida y feliz, el matrimonio era de esos que uno piensa: “estos no se van a separar nunca”.
Me encantaría contarles aquí que ambos murieron de viejos y disfrutaron juntos de cada segundo, pero no fue lo que sucedió. Una tragedia familiar, la mala suerte y el momento de partir fueron los ingredientes de la profunda tristeza para la familia y gran parte del pueblito, ya que Esteban era una persona muy querida por esos pagos.
Resulta que todos los veranos se festejaban los carnavales del pueblo y Esteban colaboraba con los preparativos. Él ofrecía la cámara de frío que tenía en su casa, para guardar las cervezas que se venderían durante la celebración. La tarde del carnaval, él y sus amigos llevaron la bebida al hogar. El calor era insoportable, no resulta exagerado decir que en el Norte hace 50 grados a la sombra, y es más o menos lo que se sentía en ese momento.
Desprevenido, entró a la cámara de frío en musculosa y cubierto de transpiración. Esto le costó la vida, ya que literalmente se le reventó el corazón. Algo similar le sucedió a Victorina cuando se enteró de lo de lo que había ocurrido aquella calurosa tarde de verano. No murió, pero sentía que le habían arrancado de raíz el corazón, que se habían llevado al gran amor de su vida.
Esteban falleció a los 45 años, hombre joven. Victorina se encargó de los niños, de verlos crecer lo mejor posible. Pero siempre con esos recuerdos, los del gran amor de su vida, los de aquel hombre alto, seguro de sí mismo, ese hombre que la cautivó con una mirada, ese… su amado Esteban.
Hoy ella tampoco está. Pero por donde quiera que se encuentren…tengo la seguridad de que deben estar bailando tangos, tocando melodías y cumpliendo con aquella promesa del amor eterno, ese que con solo uno mirarlos podía percibir en sus rostros.

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