miércoles, 2 de diciembre de 2009

Capítulo II: El llamado


Malena casi no respiraba. Sintió ganas de llorar y de reír. Sintió ganas de escupirle todo el odio que sentía por tanto olvido desenfrenado, por tantos años de silencio, por tanta falta de atención. Pero no podía. Sólo le salió quedarse muda durante cinco minutos, mientras del otro lado se escuchaba: “Male, hablame”.

Ella no podía emitir sonido. Se sentía vencida. Por un instante creyó que todos esos años de olvido se le habían tirado encima. Sumergida en la fotografía de ese rostro que se proyectaba mentalmente, ella simplemente dijo…

- ¿Vos?

- ¡Brillante deducción! ¿Siempre preguntás lo mismo cuando alguien te llama?

A esa altura, Malena no sabía si insultarlo o preguntarle por qué demonios tuvo que llamarla.

(¿Qué le contesto?, ¿este tarado me está cargando?, ¿tiene la bola mágica?)

- No. Lo que pasa es que no todos los días te llama un novio de cuando tenías 16.

- Sí, es verdad. Pero si esperaba a que me llamaras vos…No. No hubieses llamado nunca.

- Y no. La verdad es que ya me había olvidado de vos. (¡Qué mentirosa resulté!)

- ¡Yo nunca pude!

Ella no lo podía entender. La frase le quedó dando vueltas a partir de ese momento.

- Es verdad esto que te digo.

- No te entiendo.

- ¿Qué no entendés?

- Nada. No entiendo. Pasaron 7 años y… ¿ahora me salís con esto?

- Perdón. Sé que es raro, pero desde hace un par de semanas que levanto el tubo y después corto. Finalmente me decidí.

- Siempre pensando en vos. ¡No tendrías que haber llamado, Felipe!

Tras la sentencia se escuchó un “tuc”. Sí, ella cortó el teléfono.

Felipe se quedó con el tubo en la mano. Con el tubo y con la misma sensación de hacía 7 años atrás: la de no haberle dicho cuánto la quería. Esa sensación que lo hacía creer un mal tipo, por no tener agallas para afrontar lo que le tocó en suerte.

No sabía qué hacer. Esa madrugada dio mil vueltas en su cama, la buscó entre sus recuerdos, la imaginó una y otra vez para no olvidar su rostro.

Se levantó a las ocho en punto. Ocho y media salió de su casa, tenía que llegar hasta San Juan a las nueve. Necesitaba verla.

La calle San Juan fue el inicio y también el corte. Él decidió no pasar más por allí, verla sería un verdadero problema. Pero era algo a lo que estaba decidido a arriesgarse esa mañana nublada de abril.

A medida que apuraba el paso, su esperanza se desvanecía, como las hojas de un árbol en otoño. Pero en su interior pensaba en seguir caminando, ilusionado por el rencuentro.

¿Cómo buscarla?, ¿cómo encontrarla?, ¿Seguiría igual que siempre? Eran tantas las preguntas y tan confusas las respuestas que por momentos se quedaba quieto. Inmediatamente volvía a caminar mientras miraba su reloj y contaba cada segundo.

Felipe se encontró a medio metro del semáforo aquel que en algún momento los unió. Se sentó en el cordón de la calle y de repente…la vio venir.

La observó: sus zapatitos de charol se habían ido. Ahora usaba zapatillas blancas de lona. Ya no llevaba paraguas con orejas de conejo, es más, ya no llevaba un paraguas a pesar de ser un día nublado. Su cabello oscuro estaba muy largo, y un flequillo tapaba sus ojos café. Seguía tan delgada como siempre, mantenía ese andar que parecía casi un “flotar”.

De tanto observarla no se dio cuenta de que ella se encontraba frente a él, mirándolo con odio.

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