martes, 29 de diciembre de 2009

Capítulo VII: “El tiempo pasará”


Parecería que fue ayer cuando Felipe, entusiasmado, agarró su bolso y partió a Toledo sin rumbo fijo, cuando apurado por llegar a los brazos de Malena se olvidó de que nunca supo en qué rincón buscarla.

Desde aquél entonces ya pasaron tres meses. De la muchacha de cabellera oscura y pálida piel nada se supo, no es que él no la haya buscado, pero de a poco perdía las esperanzas de volver a verla. “No hay mal que dure cien años”, pero para Felipe cada día era una eternidad con tanto remordimiento en su cabeza. Necesitaba verla, hablarle, sentía que le debía una disculpa o al menos una charla.

Ya no la buscaba, simplemente se había instalado, trabajaba en un bar de noche y, durante el día, se dedicaba a tomar clases de tango. Trataba de mantenerse ocupado para no pensarla y, al pasar el tiempo lo logró: ya no pensaba en ella, salvo algunas noches mientras repartía wisky en los happy hours y esperaba verla entrar por la puerta de ese viejo bar de paso.

Tuvieron que pasar tantos segundos convertidos en horas, que se hicieron días y hasta meses; para que finalmente sus miradas se cruzaran nuevamente en una esquina desconocida – tanto como los ojos de ambos-.

Se miraron fijo, como aquella última vez, cerca de la boca de subte. Se sintieron incómodos, con ganas de no haber pasado nunca por ese momento que, de alguna manera, ambos esperaban desde hacía mucho tiempo.

- Hola, Male.

- ¿Qué hacés acá?

- Vine porque necesito que hablemos.

- ¿Más?, creo que ya me dijiste todo.

- No, Male. De verdad, me sentí muy mal por no entender lo que pasaba.

- ¿Y ahora?

- Pasaron los años, crecí. Dejé de lado el prejuicio, quiero acompañarte como sea, desde donde sea.

- La verdad que no te guardo rencor. No habrá sido fácil para vos enterarte, no sé qué hubiese pasado si la que se enteraba era yo.

- Perdoname.

Ella sonrió y le tomó la mano.

- No tenés que pedir perdón. De verdad, está todo bien.

Él la observó con grandeza. No se asombró por el gesto, después de todo, Malena siempre fue comprensiva y nunca le gustó juzgar a la gente.

- ¿Cómo vas con los tratamientos?

- Bien, tomo la medicación todos los días. Llevo una vida normal, no tengo problemas mayores. Me cuido para no enfermarme, pero mis días son como los de cualquiera. Hago lo que quiero.

- Qué bueno eso. Pasé mucho tiempo pensando en lo mal que te hice sentir. Soy un estúpido, ¿cómo voy a alejarme por eso? Evidentemente no entendía nada.

- Y vos, ¿cómo estás?

- Bien. Ahora trabajando acá.

- ¿Acá?

- Sí, vine hace cuatro meses. Dos días después de la última vez que nos vimos decidí venir a buscarte.

- ¿De verdad?

- Sí, teníamos una charla pendiente.

Cuando miraron a su alrededor, se dieron cuenta de que estaban en el medio de la calle. Caminaron hasta una plaza y continuaron la charla.

- ¿Cómo fue tu vida después de ese día?

- Bastante difícil. Sentía que todos me señalaban.

- Y sí, fui muy cruel y mucha gente me siguió.

- No es culpa tuya. A veces la gente juzga sin saber... Pero después fue mejorando.

- ¿Seguiste patinando?

- Sí, pero en otro lugar. Ahí no me aceptaron.

- Lo que hubiese dado por entenderte…

- Eso lo pensás ahora, y está bien. Pero no se trata de entender, se trata de aceptar.

- Tenés razón. Pero, ¿quién soy yo para aceptar o no?

- Sos Felipe, el chico que cambió, ese que ya no tiene prejuicio, ese que en vez de condenar explica. Ese que ahora me quiere ayudar.

- Gracias.

- No digas nada.

Se miraron, sonrieron y ambos posaron sus miradas en el horizonte, sobre la nada de esas vidrieras anónimas de los bares oscuros de la calle que enfrentaba el verde paraíso de la plaza. Sus miradas se perdieron en el triste recuerdo de aquella tarde, cuando Felipe se enteró de la enfermedad de Malena.

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