sábado, 9 de enero de 2010

Capítulo IX: Sólo un recuerdo


Adela encontró a su hija dormida en el sillón. Trató de no hacer ruido para no despertarla, se la veía agotada. Por más que ella atravesó la sala de manera sigilosa, Malena despertó y gritó muy fuerte; tanto que Margarita –el modelo de vecina chusma típico en todos los barrios- se enteró de que algo pasaba y no se despegó de la puerta hasta que vio salir a alguien de la enorme casona.
Adentro los gritos continuaban, la paz de aquella calurosa tarde se había vuelto guerra de amores, algo así como una sensación de amor/odio mezclado con piedad y rencor.
-¡Mamá!
-¿Qué pasa?
-¿Cómo fuiste capaz de ocultar algo así? Reprochó Malena con lágrimas en los ojos.
-No entiendo de qué hablás.
La jovencita no quiso soltar palabra y sólo se limitó a extender su delgado brazo para alcanzarle a su madre los resultados de los análisis.
Atónita, Adela leyó el “positivo” que indicaba el test de VIH e inmediatamente dejó caer las hojas al suelo, mientras miraba a Malena como quien mira a un fantasma que hubiese deseado nunca volver a ver. El fantasma tenía nombre: Amadeo.
Ya no podía ocultar tantos años de silencio. Tantos años defendiéndose de aquella sociedad, aquél círculo que le marcaba a la entonces joven Adela lo que era políticamente correcto y lo que no. Tomó fuerza de donde pudo y comenzó a relatar su historia.
Demasiado mal había causado a los 17 años cuando sin casarse y abandonada por un novio, tuvo a Malenita, tan pequeña e indefensa como ella por aquellas épocas. El íntimo, destacado y notable círculo de la alta sociedad que la rodeaba nunca perdonó semejante barbaridad. Pero quedaba por revelar lo peor. En realidad Amadeo no se había ido porque quiso, se fue porque se lo pidieron. La historia guardaba una posibilidad que nunca se hubiese contado de no ser porque la joven se enteró de su enfermedad sin querer.
Aquél joven formaba parte del mismo círculo que rodeaba a Adela. Se conocieron en la fiesta de un club privado y se enamoraron. Era la primera vez que sentía algo así por una mujer, aunque su fama de “picaflor” hacía poco creíble la afirmación.
Cuatro meses después de aquél primer baile, Adela se enteró de que estaba embarazada. No sabía qué hacer, el mundo se le fue encima, estaba confundida y asustada.
Fue allí cuando llegó la confesión: Amadeo, temeroso y casi arrepentido le contó que tenía Sida. La noticia terminó con la pareja. Ella lo trató muy mal esa última vez, y le pidió que no se acercara más, que se olvide del bebé.
Amadeo intentó solucionar las cosas una y otra vez, pero nada pudo hacer para recuperar al gran amor de su vida.
Los días fueron peores, la madre de Adela puso el grito en el cielo al enterarse de la noticia del embarazo. Al recibir tanto mal augurio sobre la vida que llegaría, ella prefirió no contar sobre la enfermedad. Estaba tan asustada que tampoco pensó en que ella podría estar infectada.
Así pasaron los meses sin hacer controles, sin que ella contase sobre lo que sucedió. Los médicos tampoco tomaron los recaudos necesarios. Era probable que en ese momento ella se encontrase en el “periodo de ventana”, aquél estado en el que el virus no se detecta, pero permanece en la sangre.
La niña nació sana. Adela se despreocupó, nunca mantuvo la posibilidad de un test, tampoco la de pensar en que podría estar infectada – no creía que alguna de las dos tuviese algún problema-. Más allá de ese mecanismo de autoconvencimiento, en el fondo de sus pensamientos a veces se encontraba con el fantasma de la enfermedad y otro mucho más pesado: el de una sociedad que no había entendido un embarazo adolescente y, por ende, tampoco entendería a un portador de VIH. Cuando los días de mucho meditar llegaban, su cabeza le repetía que dejase las cosas como estaban para evitar un problema.
Pasaron los años, Malena creció y nunca tuvo síntomas. Adela se despreocupó por eso y comenzó a armar una historia de abandonos para que la pequeña nunca pregunte por su padre. Ella sabía que nunca la quiso, que jamás llamó para preguntar por ella, y que el día del parto lo buscaron por todos lados pero no hubo ni noticias de aquél hombre.
Tirada en el sillón, Malena había escuchado el relato y no sabía si odiar a su madre por tantos años de mentira o entenderla por ser una adolescente inexperta y temerosa. Optó por un punto medio y, sumado a eso, una serie de preguntas.
-¿En qué rincón de este mundo puedo encontrar a mi papá?, necesito abrazarlo, contarle sobre mi vida, saber de él…
- Amadeo vivía en una quinta, a diez cuadras de acá.
-Quiero la dirección.
Malena no podía parar de llorar. Esperó a que su madre le diera el papel con la dirección y salió corriendo a buscar a Felipe para que la acompañara. Para ese entonces, la joven confiaba sólo en el único muchacho que la hacía sonreír.
Al llegar a la casa de Felipe, tocó timbre una y otra vez pero nadie la atendió. Decidió quedarse sentada en el muro de la entrada a esperarlo.
Diez minutos más tarde salió de la casa una mujer. Era la madre de Felipe.
-¿Malena?
-Sí, ¿qué tal?...Estoy buscando a Felipe.
La mujer la miro con compasión y casi sin ganas de contestar.
-Mirá, no sé qué te pasó, pero Feli me contó que no podía verte más. Yo te vi acá sentada, tan apabullada que salí a decirte lo que él no se anima.
-¿Qué?
-Dijo que va a ser mejor que te olvides de él. No quiere volver a verte.
La mujer muy amable y aparentemente sensible, se secó las lágrimas y entró a la casa.
He aquí un último recuerdo: se vio corriendo sobre la calle de adoquines y veredas cargadas de árboles tupidos en los que apenas traspasaba la luz del sol.
Sintió una lágrima correr por su mejilla, abrió los ojos y miró a su lado. Felipe estaba sentado con ella, en frente se veía la vidriera de aquél barcito español. Lo observó, le sonrió y dialogaron sus miradas. Fin del recuerdo.

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