lunes, 1 de febrero de 2010

Capítulo XI: ¿Qué sabemos de la vida?


La noche los sorprendió, la luna los perseguía como sabiendo hacia dónde se dirigirían. Las luces invitaban a continuar el paseo, a charlar, a tratar de recomponer tantas cuestiones que parecían no tener respuesta.

Llegaron a la esquina que unía (o separaba) a los puntos cardinales que cada uno debía seguir para llegar a sus respectivos apartamentos. Se saludaron con un beso en la mejilla, dieron media vuelta y caminaron en soledad. Malena volteó para verlo cuando se iba, y observó que él había hecho lo mismo. Entonces ella dijo: “Todo se soluciona, menos la muerte”.

Palabras sabias las de aquella muchacha. Felipe las tomó y las hizo suyas, las masticó, las saboreó e intentó tragarlas. Disfrutar la vida: ese fue el resultado. Así lo entendió él, así lo vivía ella desde hace años, cuando se enteró de la enfermedad.

Malena llegó y se tiró en la cama. Recordó cada palabra de aquella charla, por momentos sonrió, de a ratos se la veía llorar. Pero no le gustaba dejar todo en una expresión facial, eso era dejar morir un sentimiento. Cualquier cosa podía ser efímera para ella, pero no un sentimiento. Mientras miraba el techo e imaginaba figuras en los lamparones de humedad, pensaba sobre su trayecto ya recorrido.

“¿Qué sabemos de la vida?”, se preguntó Malena una y mil veces. La pregunta llegaba cargada de previas reflexiones que se refutaban junto al instante en que el interrogante volvía a aparecer.

“No sabemos nada”. Esa oración era el impulso que llegaba con cada recaída. Cuando se sentía sola, cuando creía que no iba a poder seguir adelante, cuando no soportaba las pastillas, cuando alguien hablaba del VIH como si fuera motivo de alejamiento, y hasta en aquellos momentos en que ella misma pensaba en alejarse; ahí caía en la cuenta de que no sabía nada de la vida. Entonces se proponía explorarla, jugar con ella a la escondida, para que la encuentre y la toque; para que ella luego la corretee y la alcance, la redescubra en cada parpadeo.

“No sabemos cuándo vamos a morir”, presagio conocido por todos pero entendido por pocos. Malena tampoco lo sabía. Como todo el mundo, ella sólo podía estar segura de que tal cosa le iba a suceder pero su enfermedad no demarcaba un límite de tiempo. De todas maneras, decidió vivir intensamente, como si la enfermedad fuese un regalo para aprender a valorar cada instante. El pensamiento era bastante frío, pero pensar así la mantenía de pie.

La jovencita se sentía en las mismas condiciones que Felipe, pero notaba en él cierta dejadez. La ecuación que rondaba por su cabeza no era tan simple: 1) Felipe fue a buscarla porque se sentía mal consigo mismo por comportarse “como un tonto” (según explicaba él). 2) La encontró, ella lo perdonó (aunque sentía que no tenía nada que perdonar), charlaron y caminaron juntos. 3) Por algún motivo, Felipe seguía con esa cara de niño abandonado.

Ella pensaba todo el tiempo en qué podía hacer para que la sonrisa volviese a su rostro. Pensó en regresar juntos a Buenos Aires. A lo mejor la tristeza era a causa de todo lo que dejó atrás, la nostalgia de aquellas calles, el recuerdo de su familia, de sus amigos.

Como impulsada por alguna fuerza, Malena se levantó de la cama, y un portazo sirvió de disparo; como en aquellas carreras en las que todos se preparan en sus marcas y corren por un objetivo.

Corrió lo más rápido que pudo, casi sin mirar, casi sin pensar y, definitivamente, sin dudar en la decisión que había tomado.

Llegó a la puerta del apartamento de Felipe, golpeó desesperadamente, tocó timbre y gritó su nombre. El muchachito le tocó la espalda, había salido a caminar solo.

-Felipe. Te estaba buscando.

-¡Congratulaciones!

-Vos siempre tan cómico…Tengo que decirte algo.

-¡No me asustes!

-No, está todo bien. Quería proponerte volver a Buenos Aires. Ya sé, no va a ser como antes, pero creo que va a ser lo mejor para los dos. Allá tenemos: familia, amigos, recuerdos, y ahora nos vamos a tener mutuamente.

Felipe le sonrió como desde hacía mucho tiempo que no lo lograba. Expresaba felicidad, se lo veía bien. Permaneció en silencio unos segundos y luego reaccionó.

-Bueno, me tomás por sorpresa pero la verdad es que tengo muchas ganas de volver. Y que sea con vos me llena de felicidad. Podemos hacernos compañía, como antes.

-Entonces salimos mañana.

Felipe abrió la puerta y Malena caminó hacia su apartamento.

La noche se hizo interminable, entre empaques, expectativas y ganas de que el día despierte.

Y llegó. Felipe tomó un taxi hasta donde ella lo esperaba. Malena se subió, se miraron y dijeron “vamos”.

En el auto sólo se escuchaba el ruido de la palanca de cambio (casi imperceptible), el de las piedritas picando sobre las ruedas, y la tos del conductor (que hasta parecía incómodo con la situación).

Bajaron las maletas, subieron al colectivo que los llevó hasta el avión, bajaron y respiraron el último aire de aquél lugar, como para recordar el último instante de la tristeza, aquel que los conduciría a una nueva vida en donde ambos estarían dispuestos a vivir lo que haga falta, lo que les toque en suerte, si es que tal cosa corre también para la vida misma.

El avión despegó, ambos se pusieron auriculares y cerraron los ojos para despertar en otro lugar: en los sueños.

Malena no sabía lo que escuchaba Felipe, y éste tampoco sabía lo que ella escuchaba. Lo cierto es que ambos habían grabado un único tema en sus reproductores: Fly me to the moon.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Vos decís?