domingo, 21 de marzo de 2010

Capítulo XII: Tiempo después del tiempo


“Imposible imaginar lo que sucederá en la víspera, imposible dejar de esperar algo que creemos perdido, e imposible perder aquello que no nos resignamos a no tener. Siempre nos parece nuestro. No nos alcanza con saber que aquél ser se encuentra en algún costado de este mundo, necesitamos verlo para creer una vez más en que la vida puede cambiar en un segundo, y que en un segundo mil cosas suceden a nuestro alrededor mientras nadie se entera”.

Así comienza nuevamente aquél diario de vida. Malena sabía que no le quedaba mucho tiempo, y le resultó necesario escribir algunas hojas para contar su historia, para demostrar que la vida no siempre es como uno quiere pero que en todo momento se puede esperar algo más. Como buscar una aguja en un pajar, entrando en ese espacio y buscando hasta en último rincón a ese infinito hilo de esperanza enhebrado en la bendita aguja que remendará tantos años de tristeza y abandono.

Su vida no habría sido lo que ella imaginaba en su infancia, cuando jugaba a ser maestra; o la de su adolescencia, cuando soñaba con ser bailarina. Mucho menos en su juventud, cuando la noticia de la enfermedad la llenó de desilusión. Pero de todas formas siguió de pie.

Su partida ahora le parecía cobarde, su regreso un símbolo de valentía. Los ojos de Felipe le demostraban la ternura inconfundible de quien ama a un ser. Ella se sentía amada, y llegó a confesar que nunca le había sucedido tal cosa.

Estaba convencida de que no fue el tiempo el que sanó las heridas, sino las casualidades y las causalidades. Tampoco lo llamó “sanación”, porque pensaba que era la recompensa a esos años de autoestigma, paranoia y un condimento especial: la sociedad que la rodeaba y de la cual recibía lo peor.

A partir del instante en que puso un pie en el avión de regreso estuvo segura de que nada fue en vano, que todo fue el laberinto de sabores que debía cruzar para encontrar la dulzura. La sal resalta los dulces, y así lo comprendió años más tarde, mientras sentada en su cama escribía las primeras líneas de plena felicidad. Lo bueno en lo malo y lo malo en lo bueno, ecuación simple que a veces no entendemos, y que entre esas cuatro paredes se le pintaron multicolor, multifacética.

Volver fue empezar de cero, juntos. Habían encontrado el camino y quisieron transitarlo de la mano. Más allá de las pocas esperanzas que los médicos tenían y el evidente deterioro de Malena, ellos nunca dejó de sonreír.

Ya no importaba demasiado cuánto tiempo quedaba, tampoco importaban todas aquellas cosas que no había hecho, los rencores, ni las penas, ni lo que la había hecho feliz. Sólo quedaba vivir la vida a partir de lo aprendido y lo logrado, pensar una vez por todas en ser feliz por siempre y hasta lo que dure esa infinita incertidumbre de no saber cuándo llegará el día.

Ella no quiso quedarse con lo escrito, sentía que esa historia no le pertenecía, que debía ser arrojada desde algún sitio para que sus palabras volaran lejos, muy lejos. Para que esas palabras griten a viva voz y deje alguna enseñanza a quienes aún no saben el valor de la vida, el valor de una caricia, un “gracias”, una mirada…un amor en cualquiera de sus formas.

Casi sin pensarlo corrió hasta la terraza de aquél edificio en donde vivía y, con el cuaderno en su mano, tomó aire y lanzó un grito desde lo más profundo de su ser, seguido de una imparable carcajada.

Las hojas planearon entre el aire de la ciudad alimentadas por el viento vespertino de aquél día tan particular. Ella las observaba desde arriba y se asombraba de la liviandad con la que aquellos blancos papeles se acercaban a los transeúntes.

Suspiró intensamente, se sentó en el borde de la terraza, y contempló a aquellos pequeños seres que veían caer sobre sí una historia de vida nunca antes contada.

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