martes, 1 de junio de 2010

Breve historia sobre la paranoia (…o sobre cómo las vías del tren nunca se acaban)




12.45 del mediodía. Lluvia, mucha lluvia y en mi estómago un crujido insoportable a causa del ayuno obligado. Me mareo, tomo algo dulce, siento náuseas. Mejor no probar bocado hasta llegar a destino.
El tren arribó y todos se desesperan por encontrar un asiento libre. No me preocupo, después de todo, es poca gente para tanto espacio –y algunos llevan bicicletas. Uuuh…hace cuánto que no viajo en una- pero parece que están cansados, no quieren ir parados.

Me subo e intento sintonizar alguna estación radial que me acompañe hasta Avellaneda. “Mala fortuna” le llaman algunos, yo prefiero decirle “mala señal”. Las diagonales no me impacientaron – no me perdí a pesar de las apuestas en mi contra - pero dos horas sin música… Fue como morir lentamente.
Parece que la lluvia calmó, me mojé desde la diagonal 80 hasta la estación, pero evidentemente era “pa’joder” (así dice un tío mío cuando las cosas suceden al pedo), ahora tengo los pies fríos, el estómago vacío y el silencio del murmullo de aquellos anónimos acompañantes de viaje. ¡Maldición!
Pasaron 10 minutos y sigo acá sentada, el tren continúa quieto y a todo lo anterior se le suma mi compañera de asiento: una señora de unos 68 años –estimo- que tiene miedo de pasarse de estación. Esto es causa directa del no poder dormir mientras viajo, si en 10 minutos me dijo 4 veces que iba a Avellaneda y yo le aseguré que le iba a avisar cuando llegáramos… Nooo, el cálculo es letal, en 2 horas de viaje puedo enloquecer.
¡Arrancó el tren! Una buena. Tu– cum, tu-cum, cada vez se siente con mayor frecuencia. Sí, nos vamos. El viaje parecía bastante normal. Aparentemente mi suerte cambia, lo único que podía hacer era relajarme y mirar por la ventana.
Volvió a llover. Esta vez con mayor fuerza. Entre el “tu-cum, tu-cum” y el “blah,blah,blah” de mis ajenos acompañantes me doy cuenta de que algo pasa: ¡me hago pis! A partir de ese momento, el mundo se vuelve en mi contra, mi mente me juega una mala pasada y comenzamos a pelear por censurar y abolir definitivamente la necesidad.
Ya no puedo pensar en nada más que no sea en líquido. Me rodean árboles, gente, hasta un joven guitarrista al que no puedo prestar atención pero aplaudo porque lo pide. Mal, muy mal. Todo es líquido, todo chorrea, todo se diluye, concluye. Todo menos yo y este mal humor que comienza a aparecer como si fuese el mismo Mister Hide en su versión femenina.
Dejo de pensar en todas esas cosas y me pongo a leer las paredes del tren. Hay algunas frases. Entre ellas hay una que dice algo sobre el vino. ¡Líquido, el vino es líquido! Maldito circulo vicioso que no me deja tranquila. Todo me lleva a lo mismo, necesito tranquilizarme.
Me deslizo sobre mi asiento e intento cerrar los ojos. ¡No puedo!, estamos en Pereyra y la señora pregunta si la próxima es Avellaneda. Si este viaje va a ser así…me quiero bajar. Pero necesito llegar, necesito un baño, necesito que deje de llover y que el tipo que está sentado adelante deje de destapar su Coca-Cola y hacer ese sonido parecido a un “pshhhh”.
Vuelvo a mirar por la ventana. Llueve. ¡Momento!, ¿y si en el cielo realmente hay vida?, ¿y si en realidad esto que inocentemente llamo lluvia no es más que el meo de los ángeles? Líquido descomunal que se desliza y chorrea sobre la ventana. Alabado sea quien puede largarlo. Y yo acá sentada, sin poder pensar en otra cosa. Creo que estoy enloqueciendo.
Media hora de viaje. ¡Mierda! Falta un montón para llegar a destino. Intento calmarme. Que no llueva es un motivo más para dejar de pensar en la necesidad. Pero no, el paisaje se empeña en querer que evalúe la posibilidad de darle libertad.
Charcos, charcos y más charcos. Hasta un tipo que hace pis contra el paredón de la estación de Quilmes. ¡Están todos en mi contra!, es así, cuando a una le pasan estas cosas el mundo se le vuelve en contra. Y el mal humor aumenta…y la señora que me vuelve a preguntar… ¡y el celular de no sé quién puta suelta una cumbia de esas intragables!, ¡Maldita boñiga! –Y así, todo se relaciona con todo-. Nuevamente, creo que estoy enloqueciendo.
¡Una buena!, la señora se fue a sentar dos asientos adelante, pero todavía la escucho preguntar. Parece que no se animó a confiar en mí. Si lo pienso un segundo, yo tampoco confiaría en mi si yo no fuese yo y me cruzo conmigo – Uh, qué quilombo. Necesito un baño-.
Wilde. Ya falta casi nada para llegar. Con la señora lejos, trato de mirar por la ventana sin hacer asociaciones con los líquidos. Lo logro, miro el paisaje y veo árboles, gente caminando, algún que otro perrito, casas.
Casas…¡veo casas! Cada cuadra tiene como 6 casas –mínimo-, cada casa tiene un baño. ¡Otra vez no! Ahí arranco de nuevo. Cada baño tiene un inodoro, qué daría yo por estar en una de esas casas. En este momento por lo menos un integrante de la familia debe estar utilizando el baño. Y yo acá, conteniendo el pis, con ganas de ser uno de esos ángeles que nos hace creer que llueve. Con ganas de bajar del tren y encontrar el preciado tesoro, hablando en criollo, ¡CON GANAS DE MEAR!
¡Avellaneda! Por fin. De fondo escucho la música de Feliz Domingo – creo que soy la única que escucha-, como si hubiese encontrado la llave que arranca el micro que me conduce directo al baño. El mal humor se diluye entre la esperanza de encontrar un lugar indicado, y la ilusión de que esté en condiciones.
Maratónico desenlace para un final esperado. Fue la carrera más larga de mi vida: a veintipico de escalones y como 40 pasos estaba la puerta del paraíso (nada lejos, soy la envidia de todos). Un poco asqueroso, pero paraíso al fin. Entré y fui feliz. Salí, sin mal humor, sin líquido, casi sin saber lo que había sucedido.
Pensé que estaba enloqueciendo. Lo afirmo…enloquecí, pero encontré en el paisaje algunos detalles interesantes a los que no hubiese mirado de no ser por una necesidad. Como dice un viejo tema “la locura es poder ver más allá”.

Imagen: Web /Campa

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