jueves, 10 de marzo de 2011

El vendedor de ilusiones

Históricamente, la tarea de hacer creer a alguien algo que en realidad no existe resulta difícil. Horas de actuación frente al espejo, gastos en ropa, maquillajes y peinados, llamadas a cualquier hora y con cualquier excusa, son algunas de las cuestiones con las que debe cruzarse el “ilusionista”. Debe ser por eso que nadie quiere encargarse de la tarea. Fingir todo el tiempo no permite llevar una vida como se quiere, ya que termina siendo uno mismo quien vive de una ilusión. Todo es ficticio y efímero, todo dura el tiempo pautado por quien encomienda el trabajo.

Aprovechándose de que pocos ejercen esta actividad de manera profesional (uno por cada punto cardinal), Manolo se sentía Dios. De baja estatura, pelilargo y desfachatado por naturaleza, el hombre atendía cuando quería y a costos muy elevados.

Localizarlo no era fácil, ya que vivía en Lanquimún, un pueblito que él mismo montaba con su magia en algún terreno vacío y cuando le daban ganas de ver gente. La pequeña aldea estaba habitada por seres extraños. A los ojos de las personas parecían humanos pero la realidad es que ,con su magia, Manolo recreaba a estos seres con 500 gramos de chocolate amargo y una gota de limón. Lo bueno es que solo él podía verlos como golosinas (de no ser así, los niños se los comerían y el pueblo comenzaría a preocuparse por los actos de canibalismo protagonizados por los más pequeños).

Una noche mientras tomaba whisky, Manolo se sintió solo. Sintió que toda esa mentira se le había revelado en un segundo y se le había vuelto en contra. De golpe lo invadió la tristeza, las ganas de gritar, de tener amigos, de vestir como quería. Pero la verdad es que no tenía idea de cómo hacer todo eso porque siempre había actuado según aquello que sus clientes le pedían.

Y fue entonces cuando decidió crear su propia ilusión. Lanzó el vaso de whisky contra la pared, se calzó las pantuflas de peluche y corrió hacia la calle desesperado, en busca de una nueva vida.

En esa desesperación se encontró con Rosalía, la mujer de chocolate más linda de toda la aldea. Hermosos y largos rulos, pestañas arqueadas, pequeñas manos y aroma a limón.

Algo de ella lo inquietaba pero no podía acercarse, no como humano. El hombre necesitaba ser de chocolate. A partir de ese instante de duda comenzó a pensar cómo sería la vida y cómo haría para conquistar a la bella chocolatosa.

2 comentarios:

  1. La bella chocolatosa, jaja. Che, muy bueno, Lau. Congrats.

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  2. Gracias, Facu. Iba a seguirlo pero prefiero que cada uno piense cómo podría seguir. =)

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